Por Luciano Castillo (*)
Hasta hace
algunos años, en la programación de cualquier festival internacional
cinematográfico de Europa no podía faltar un exponente de la llamada «Quinta
generación del cine chino» y sus afluentes, esas cinematografías como las de
Hong Kong y Taiwán con personalidades tan vigorosas que terminaban por
deslumbrar a todos. Más que exotismo o moda pasajera, era —y es— la posibilidad
de aproximarse a otras maneras de asumir el cine, la realidad y la propia
historia. Si los chinos Zhang Yimou, Chen Kaige y el taiwanés Hou Hsiao-hsien
se integraron al argot de la cinefilia, ahora todos siguen de cerca las
trayectorias de Jian Zhang-ke, perteneciente a otra reciente promoción del cine
chino y que sigue de cerca los pasos de sus predecesores al alcanzar ya nada
menos que el León de Oro en Venecia. No faltan nombres exóticos en los
palmarés, que los cinéfilos se esfuerzan por aprender a pronunciar, como el del
tailandés Apichatpong Weerasethakul.
Solo
que por muchos años un certamen de esa envergadura era sinónimo de rigor
selectivo y máxima exigencia por parte de los jurados. En los últimos tiempos
no puede afirmarse lo mismo; la presencia de algunos miembros y sus decisiones
son harto cuestionadas. Recuérdese la presión ejercida por Quentin Tarantino
para que el egocéntrico documentalista norteamericano Michael Moore se alzara
con la Palma de
Oro por Fahrenheit 911 (2004)[i] y cómo el aclamado
director de Pulp Fiction, curiosamente votó a favor del máximo galardón
para Somewhere (2010), de su ex
amante Sophia Coppola. Distinciones como estas desprestigian la historia de tan
prestigiosos certámenes.
Aún
así no son escasos los nuevos cineastas latinoamericanos que siguen una receta
no escrita —pero de resultados infalibles— al gestar una película con las miras
puestas en esos certámenes cuyo espaldarazo puede ser definitivo en su
trayectoria a través de un premio. No olvidar la existencia de directores,
críticos y jurados que conciben el cine como una forma de tedio.
Tómese
una historia que apenas alcanza dramatúrgicamente para un corto y extiéndase
durante el mayor tiempo posible, un ingrediente primordial, muy apreciado por
el paladar de críticos y jurados, es la presencia de un anciano o de una
anciana, pero si es una pareja mucho mejor, inserte grandes planos generales en
que un personaje va de un extremo a otro del cuadro sin motivación alguna ni
aportar nada a la narración, demore todo lo que pueda en pantalla el plano de
un vehículo en un camino lleno de curvas (preferentemente polvorientas) aunque
pierda todo su sentido, evite los movimientos de cámara y deje que predomine el
estatismo, búrlese de esa regla tan aferrada en algunos guionistas de que antes
de los ocho minutos debe ocurrir algo que contribuya a progresar la acción (si
es que existe), al fin y al cabo Ud. opta por la «desdramatización» tan en boga
hoy, use el blanco y negro (no deja de gustar mucho), utilice personajes en
espera de algo que nunca llega (esto es algo que no falla)... si lo que pretende
narrar ocurre después de los créditos finales, mucho mejor, así no lo tildan
despectivamente de «convencional».
¡Ah,
muy importante! No olvide un título lo más sugerente posible, tanto que no
tenga absolutamente nada que ver con el argumento (claro, si lo tiene). El
«tediometraje», digo, el plato está listo para ser servido al paladar más
exigente de cualquier jurado de cualquier festival en el viejo continente. Al
fin y al cabo estos permanecen siempre curiosos y expectantes ante cualquier
manifestación de singularidad (también conceptuada de innovación).
Nunca
olvido la anécdota del desaparecido cineasta cubano Daniel Díaz Torres, a quien
durante una exhibición del filme Luz silenciosa, de Carlos Reygadas en
el Festival de La Habana,
una señora que estaba sentada al lado, después de transcurrir minutos y minutos
de un plano interminable, le preguntó preocupada: «Señor, ¿el proyector se
rompió?». O la de un crítico uruguayo que luego de ver en una función privada
un primer corte de una película, reprochó al director que solicitó su criterio
otro plano eterno en el que no ocurría nada, con el ánimo de que fuera editado,
y el comentario es demasiado elocuente: «Es que ese es el plano Cannes». Pero
la mejor definición de esta preocupante propensión la debemos a la caleña Diana
Vargas, directora del Havana Film Festival en Nueva York, quien cuenta que un
joven director pone su película recién terminada a dos amigos y al finalizar
pregunta a uno: «¿La entendiste?». La respuesta negativa y se repite cuando formula
la misma interrogante al otro: «¿Tú tampoco?». En lugar de desalentarse,
entusiasmado, exclama: «¡Entonces, enviémosla al Festival de Rótterdam!»
Guillermo
Cabrera Infante acuñó en su momento la frase «falsas reputaciones» aplicable
hoy a esos niños mimados por los programadores de festivales y cierto sector de
la crítica siempre a la caza de raros especimenes se jactan en no pertenecer a
las generaciones de cineastas formados en la sala oscura de una cinemateca que
iluminaron luego las pantallas como los de la Nueva Ola. No son
seguidores de Glauber Rocha, con una cámara en la mano y una idea en la cabeza,
sino la pretensión de epatar a toda costa encubiertos en el disfraz de
inconformistas e iconoclastas. A juzgar por sus obras, muchos ni siquiera se
molestan en ver cine, ni siquiera el de sus propios coetáneos, y evidencian un
desconocimiento absoluto de más de un siglo de historia del cine, al creer
haber inventado o descubierto situaciones, personajes y soluciones que datan de
tiempos inmemoriales.
«En Francia tenemos una visión más
general de los cines de América Latina que en los mismos países de América
Latina —respondió Michel Ciment, influyente crítico de la revista Positif
a la pregunta de cómo ve el panorama general del cine de esta región—. Los
festivales y la distribución excepcional que hay en Francia permiten que uno
conozca bastante bien el cine de esta parte del mundo. Mi sensación es que se
trata de un cine muy variado, pero que la moda intelectual es la de privilegiar
la tendencia minimalista, que es representada por Hamaca paraguaya o las
cintas de Lisandro Alonso. Esto va en detrimento de la imagen surrealista y
política que toda la vida ha tenido el cine latinoamericano. Que Hamaca paraguaya tenga más
reconocimiento que Amores perros es algo que no llego a entender. Lo puedo
comprender en ciertos medios snobs de París porque no conocen la cultura
latinoamericana, pero en la misma América Latina me parece una moda extraña,
como si los intelectuales fueran contra la imagen de sus países. Es la negación
de su propia cultura como reacción en contra de una imagen. Como se habla de
América Latina como un territorio lleno de pasión, de imaginación, de violencia
—tal cual lo señalan los libros de García Márquez, de Vargas Llosa o de Fuentes—,
hay gente que trata de cambiar esa imagen y decir que se pueden realizar
películas al estilo de Bresson, lo que vacía la cultura propia. Cocteau decía
que un pájaro canta siempre mejor en su árbol, y yo creo en eso».[ii]
Positif defendió en sus páginas a un
cineasta como Claude Sautet en momentos en que estaba en la mira de los ataques
de Cahiers du Cinema, donde nunca escribió, a diferencia de Truffaut y
Chabol, con quienes lo vinculaba el tipo de cine narrativo, psicológico y
realista. Ciment, luego de una experiencia como jurado de un festival en
Latinoamérica, amplía sus criterios cuando le preguntaron si esto no respondía
a la imposibilidad de hacer un cine personal en el seno de una gran industria:
«Es cierto que, debido a razones económicas, el cine minimalista —«arte pobre»—
encuentra mayores facilidades para su realización. El problema se presenta
cuando existen obras como Amores perros, y críticos que no tienen por
qué considerar esos motivos económicos, prefieren por encima de esas cintas a Hamaca
paraguaya. Eso nada tiene que ver con las condiciones económicas. Ahí es
cuestión de gusto, de elección. Ese es el misterio. Tienen razón sobre la
creación, pero no en las razones de la recepción».
«Todo artista corre un riesgo cuando
filma una película ambiciosa, que no está en la norma. Guillermo del Toro corre
más riesgos que Lisandro Alonso. Alonso encontró una fórmula: toda secuencia
dura 25 minutos, cada acto es un plano secuencia. No hay ningún riesgo. Y está
seguro de tener reconocimiento crítico y de festivales que lo seleccionan. En
Francia hemos defendido a directores comerciales como Jacques Audiard, Truffaut
o Chabrol. No hemos dicho que solamente existe Chantal Akerman. Incluso si la
crítica es snob, admite la diversidad. No me molesta que seis críticos
voten por Hamaca paraguaya como la película latinoamericana más
importante de la década. Pero que también haya la misma cantidad de votos para Amores
perros. Que dos tipos de cine coexistan, pero que no se excluya un tipo de
cine para privilegiar el minimalismo. Creo que la crítica debe aceptar la
diversidad. Lo terrible es el dogmatismo. El rol de la crítica es la elección.
[...] La crítica debe ser abierta para después jerarquizar y evaluar. Pero
nunca una evaluación basada en el dogma. Es absurdo».
«La crítica debe hablar de las
películas marginales porque ese es su rol, pero después se debe discutir la
calidad de esas cintas. Existen grandes filmes marginales y hay cintas que no
merecen tanta atención, como es el caso de Alonso en mi opinión. Si la crítica
pone el acento sobre las películas marginales, pierde su credibilidad. Cuando
la crítica le dice al lector que no tiene un buen gusto al ir a ver Amores
perros, y que lo que hay que ver es Hamaca paraguaya, la gente
piensa que la toman por imbécil. Si eso es lo que hay que ver, entonces sigo
viendo otras cosas».[iii]
* Luciano Castillo( Escritor y critico de cine Cubano)
[i] La segunda
Palma de Oro entregada a un documental en toda su historia desde 1955 en que la
obtuvo El mundo del
silencio, de Jacques-Yves Costeau y Louis Malle.
[ii] Ricardo Bedoya,
Rodrigo Bedoya y Alberto Cabrejo: «Entrevista con Michel Ciment sobre el cine
de hoy»: revista Ventana indiscreta no. 3 (primer semestre de 2010),
Facultad de Comunicación de la
Universidad de Lima.